sábado, 1 de junio de 2013

Últimos días de un enfermo terminal.

Cuando la medicina dice que no hay nada más por hacer para salvar a un paciente, comienza un proceso de cambios, acompañamiento y reflexiones


POR NICOLÁS PARRILLA Mundos íntimos| 20/05/13 - 14:11
El primer día más triste de la vida de Ángel Gonzaga fue en marzo de 2011, esa fatídica tarde lluviosa que acompañó a Mónica, su esposa, en su visita al oncólogo, donde le confirmaron que el tumor que tenía alojado en sus pulmones, además de estar ramificado, era maligno. Juntos, habían esperado durante largas semanas los resultados de los diversos estudios que ella se había realizado, y aunque se habían mentalizado en que podrían recibir una pésima noticia, nadie está preparado para absorber un golpe tan duro de manera sencilla.
“Esa tarde, salimos del consultorio y estuvimos un largo tiempo caminando callados, agarrados de la mano, sin ir a ningún lado. Después fuimos a un café, nos sentamos y ella empezó a llorar. No sabíamos qué hacer”, recuerda Ángel.
Cuando el médico les confirmó lo peor, ellos llevaban casi dos años de casados y mudados a un departamento en Parque Patricios. Para Mónica, que tenía 54 años, era su segundo matrimonio, luego de una relación que había fracasado, pero que le había dejado a Martín, su hijo que hoy tiene once años. Los tres se sentaron juntos para conversar sobre el futuro que tenían por delante. “El médico nos dijo que no podía precisar cuánto tiempo más le daría la enfermedad, pero nos dejó en claro que su situación era grave”.
En circunstancias como esta, los cuidados y tratamientos que reciba el paciente son tan importantes como la contención, tanto para él como para sus familiares y seres queridos. El enfermo terminal, en muchos casos, se encuentra particularmente sensibilizado, y pueden vivirse situaciones de tensión o nerviosismo que deben superarse con un adecuado tratamiento. Según la Organización Mundial de la Salud, los cuidados paliativos, o sea, los modos de abordar una enfermedad avanzada e incurable, pretenden mejorar la calidad de vida no sólo de los pacientes que la sufren, sino también de sus familias, y no sólo apuntan a reducir el dolor físico que puede sentir el enfermo, sino también el sufrimiento interior.
A partir de ese momento, todo cambió en la casa de la familia Gonzaga: el fuerte cimbronazo modificó muchas rutinas del matrimonio, e incluso de su relación con otros familiares. Martín, que hasta ese momento vivía con su papá, decidió mudarse al departamento de Mónica y Ángel, y comenzó a asistir a terapia. Mientras tanto, su mamá rechazó una por una todas las medicinas alternativas, rezos sanadores, curanderos y demás “ofertas” que le traían sus seres queridos. “Ella decidió que no quería probar nada raro, prefería no ilusionarse con historias que le contaban de personas que se habían recuperado milagrosamente. Mientras tanto, seguía con los tratamientos tradicionales”, recuerda Ángel.
Luego de nueve meses, y tras una nueva visita al oncólogo, el pronóstico fue totalmente desalentador. A partir de ahí, Mónica dejó la quimioterapia y solamente recibió cuidados paliativos y apoyo psicológico para preparase para lo que tenía que afrontar. “Cuando recién la habían diagnosticado, Mónica se había puesto muy mal en su aspecto, dormía muy poco tiempo, siempre estaba tosiendo o escupiendo sangre. Pero en los últimos meses se la veía más vital, con un mejor semblante, de mejor ánimo”, recuerda su marido, quien en el verano de 2012 decidió vender su auto para, con ese dinero, irse de vacaciones los tres a las playas de Río de Janeiro. “Cuando nos fuimos de vacaciones estábamos tan bien los tres, tan felices, que casi nos habíamos olvidado de todo lo duro que vivimos el año anterior. Incluso, muy dentro mío tenía la convicción de que Mónica se estaba curando, que el milagro era posible”.
A la vuelta de las vacaciones, el tema de la enfermedad casi que había desaparecido de la casa de los Gonzaga. Mónica se encontraba de buen ánimo y afirmaba que desde que había empezado terapia estaba mucho más tranquila y que “se había encontrado a ella misma”. Pero pocos meses después, la enfermedad ganó la batalla.
Mónica, que ya estaba internada desde hacía dos semanas, murió el último día de agosto de 2012, el segundo día más triste en la vida de Ángel. “La noche anterior, cuando me iba del sanatorio, me dio un abrazo muy grande y largo, casi como si supiera que se estaba despidiendo. Al otro día me llamaron temprano para darme la noticia. Mi tranquilidad fue que en ese último abrazo me pudo agradecer por cómo la habíamos cuidado en sus últimos días”.
Lea la nota central de esta entrega: Mi hijo murió: recordar su alegría es mi homenaje. Por Mario Grinberg
Imagen: Marc van der Aa para www.vidapositiva.com
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